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Amora

La cruz del odio

La cruz del odio Era la tercera vez y era el tercer hijo. Ya no le quedaba nada. La vieja murió de pena y él estuvo tres semanas borracho. Era lo único que podía hacer. Siempre había salido victorioso cuando se había enfrentado a la muerte. Pero ahora, Dios, ese Dios que ya no podía despertar en él otro sentimiento que el odio y el asco, habría decidido que la desgracia volviera a cebarse sobre sus crías. Se hubiera ofrecido como víctima, como tantas otras veces, pero no dependía de él. Ese Dios, y la mar brava, lo devolvían al vacío más absoluto, la soledad del marino sin más familia que el viento, los animales del mar y la botella.
Pasó demasiadas horas en el oráculo sin respuestas de la tasca del puerto, pero no tenía ninguna pregunta, sólo una determinación. Aquella noche, borracho como las anteriores, rompió la cerradura del cementerio y, con la misma soga con que había izado los restos de la barca y el cuerpo sin vida de su hijo, arrancó la cruz del antiguo panteón familiar, y la arrastró hasta el embarcadero. Navegó casi dos horas y llegó al lugar donde todo había ocurrido. Allí dejó caer el signo ante el que ya no volvería a inclinarse, la piedra que nada representaba, y el peso de todo su odio.
Jamás volvió a hablar con nadie y nadie sabía de su vida. Bogaba de noche, como un fantasma. Dicen que murió ahogado en el alcohol y el agua de mar. Pero nadie sabe nada. A veces, con temor, los más jóvenes aseguran haber visto su sombra, de regreso al puerto. Pero todo eso es una leyenda más.
Unos buzos encontraron la cruz de piedra, con la inscripción aún visible, cuando un buque de cabotaje embarrancó en una noche de niebla. De esto hace más de veinte años.
En el pequeño pueblo de pescadores todos le recuerdan, todos creen oír sus blasfemias entre la bruma. Creen que sigue vivo, acudiendo cada noche a desafiar al creador y al destructor de la vida, a pedirle justicia.

Y la mar, traidora y compañera, calla, como la muerte.

Batiscafo.

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