La Butaquita
Sé que mi imagen va a quedar algo maltrecha con lo que os voy a contar. Pero que nadie se lleve a engaño: una es lo que es y no puede hacer más. Y yo soy así.
Esta mañana he ido a "els Encants", un mercadillo muy característico y genuino de Barcelona. Soy asidua en visitarlo, a veces ni siquiera para comprar nada, pero sí para recorrerlo y perder el tiempo entre sus paradas o tenderetes.
La verdad es que nunca suelo comprar lo que llevo en mente, sino lo más impensable e inesperado. He comprado desde libros a simples botones; desde una sartén a una estantería; desde unas zapatillas a varios metros de tela para proteger mi sofá (sobre todo cuando tenía tres gatos); desde un bote de farmacia de cerámica antigua a una simple camiseta.
Y hoy me he comprado un silloncito. Sí, sí, una cómoda butaquita, muy recogida, que me viene de perlas para poner en un hueco de mi salita. Llevaba tiempo buscando algo así, y hoy he tenido suerte. Había una remesa de ellas, iguales, por lo que debían de provenir de algún "pub" o algo así. Lo digo porque alguna presentaba las típicas quemaduras de cigarrillo. Pero al poder escoger, lógicamente me he quedado una que estaba en perfecto estado. Es coquetona, con cierto estilo y al mismo tiempo minimalista (como dicen ahora a todo). Y sólo me ha costado 6 euros.
Así que, ni corta ni perezosa, he cargado con ella a cuestas y me he dirigido a la parada de metro más próxima. Naturalmente, ni he contemplado la idea de coger un taxi, que seguramente superaría el coste de la butaca. ¡Ni hablar! ¡La ganga ha de ser la ganga! Menuda soy yo para eso.
No es la primera vez que he transportado cosas así en el metro, incluso hasta un baúl. Pero lo de hoy no tiene parangón, podéis creerme.
¿Qué ha ocurrido? Pues que iba tan acalorada, tan agotada con el sillón a cuestas y con un principio de mi temible migraña, que, una vez he entrado en el vagón, sin pensármelo dos veces, he plantado mi butaquita en el medio y, en un incontrolable estímulo-respuesta conductista, me he sentado tan ricamente en ella.
No os podéis imaginar la cara de sorpresa de los pasajeros que iban entrando a cada parada, viéndome allí, presidiendo la puerta de acceso como dándoles la bienvenida, acomodada en mi particular trono como si fuera "la marquesa de la viruta".
A partir de ese pensamiento, en el mismo momento de imaginar qué pensarían de mí, es cuando he sido consciente de la escena y he tenido que hacer esfuerzos titánicos para contener la risa. Sí, sí, esa risa tonta, incontrolable -que es la mejor-, de cuando sabemos que no nos podemos reír. Así que, cabizbaja, no he osado ni por un segundo encontrarme con la mirada de nadie; sabía que, de hacerlo, no hubiera podido resistirme (sé que me miraban por el rabillo del ojo y también intentaban contenerse).
Y he aguantado, estoicamente, adoptando una expresión casi hierática, imperturbable, para mantenerme en mi compostura hasta el final de mi trayecto. Cuando he llegado, he vuelto a cargar con mi butaquita y he comenzado a caminar por el andén hacia la salida, sintiendo clavados en mi cogote mil ojos curiosos que me seguían desde el interior del vagón.
Apenas he alcanzado la escalera mecánica, fuera ya de sus miradas, he estallado en carcajadas sin poder aguantar más. Y ahora, eran los empleados de la taquilla los que no salían de su asombro al verme emerger de tal guisa por la ascendente escalera, riendo sola y parapetada tras un sillón. Una escena digna del mismísimo Almodóvar.
En fin, creo que no me he librado de que, unos y otros, hayan pensado que no estoy en mis cabales. Ni yo misma dejo de pensarlo.
Y es que las reacciones del ser humano son a veces imprevisibles. Y las mías aún más.
Todavía se me escapa la risa cuando pienso en ello.
Saludos, desde mi cómoda butaquita. Gea.
Esta mañana he ido a "els Encants", un mercadillo muy característico y genuino de Barcelona. Soy asidua en visitarlo, a veces ni siquiera para comprar nada, pero sí para recorrerlo y perder el tiempo entre sus paradas o tenderetes.
La verdad es que nunca suelo comprar lo que llevo en mente, sino lo más impensable e inesperado. He comprado desde libros a simples botones; desde una sartén a una estantería; desde unas zapatillas a varios metros de tela para proteger mi sofá (sobre todo cuando tenía tres gatos); desde un bote de farmacia de cerámica antigua a una simple camiseta.
Y hoy me he comprado un silloncito. Sí, sí, una cómoda butaquita, muy recogida, que me viene de perlas para poner en un hueco de mi salita. Llevaba tiempo buscando algo así, y hoy he tenido suerte. Había una remesa de ellas, iguales, por lo que debían de provenir de algún "pub" o algo así. Lo digo porque alguna presentaba las típicas quemaduras de cigarrillo. Pero al poder escoger, lógicamente me he quedado una que estaba en perfecto estado. Es coquetona, con cierto estilo y al mismo tiempo minimalista (como dicen ahora a todo). Y sólo me ha costado 6 euros.
Así que, ni corta ni perezosa, he cargado con ella a cuestas y me he dirigido a la parada de metro más próxima. Naturalmente, ni he contemplado la idea de coger un taxi, que seguramente superaría el coste de la butaca. ¡Ni hablar! ¡La ganga ha de ser la ganga! Menuda soy yo para eso.
No es la primera vez que he transportado cosas así en el metro, incluso hasta un baúl. Pero lo de hoy no tiene parangón, podéis creerme.
¿Qué ha ocurrido? Pues que iba tan acalorada, tan agotada con el sillón a cuestas y con un principio de mi temible migraña, que, una vez he entrado en el vagón, sin pensármelo dos veces, he plantado mi butaquita en el medio y, en un incontrolable estímulo-respuesta conductista, me he sentado tan ricamente en ella.
No os podéis imaginar la cara de sorpresa de los pasajeros que iban entrando a cada parada, viéndome allí, presidiendo la puerta de acceso como dándoles la bienvenida, acomodada en mi particular trono como si fuera "la marquesa de la viruta".
A partir de ese pensamiento, en el mismo momento de imaginar qué pensarían de mí, es cuando he sido consciente de la escena y he tenido que hacer esfuerzos titánicos para contener la risa. Sí, sí, esa risa tonta, incontrolable -que es la mejor-, de cuando sabemos que no nos podemos reír. Así que, cabizbaja, no he osado ni por un segundo encontrarme con la mirada de nadie; sabía que, de hacerlo, no hubiera podido resistirme (sé que me miraban por el rabillo del ojo y también intentaban contenerse).
Y he aguantado, estoicamente, adoptando una expresión casi hierática, imperturbable, para mantenerme en mi compostura hasta el final de mi trayecto. Cuando he llegado, he vuelto a cargar con mi butaquita y he comenzado a caminar por el andén hacia la salida, sintiendo clavados en mi cogote mil ojos curiosos que me seguían desde el interior del vagón.
Apenas he alcanzado la escalera mecánica, fuera ya de sus miradas, he estallado en carcajadas sin poder aguantar más. Y ahora, eran los empleados de la taquilla los que no salían de su asombro al verme emerger de tal guisa por la ascendente escalera, riendo sola y parapetada tras un sillón. Una escena digna del mismísimo Almodóvar.
En fin, creo que no me he librado de que, unos y otros, hayan pensado que no estoy en mis cabales. Ni yo misma dejo de pensarlo.
Y es que las reacciones del ser humano son a veces imprevisibles. Y las mías aún más.
Todavía se me escapa la risa cuando pienso en ello.
Saludos, desde mi cómoda butaquita. Gea.
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