La Víbora
No se habían aun cumplido cinco meses de la muerte de su esposa, que los últimos vecinos de Santa Margarita, los más cercanos a Antonio, decidieron como todos los demás, también cerrar definitivamente su casa. De nada sirvieron las reflexiones, ni las conversaciones a pie de lumbre hasta las tantas de la madrugada. Todo era un llegar a un callejón sin salida. Así que una mañana de otoño, con las dos mulas cargadas Julian el de Casa Pauli, cerró para siempre los porticones de las ventanas. Le dejó las llaves de la casa y las pocas ovejas que le quedaban a este último pastor de Santa Margarita.
Allí, cerca del Risco, fue donde Antonio les despidió, por última vez. Ya de vuelta hacía su casa, sintió una mezcla; entre tristeza, impotencia y a la vez añoranza. Algo muy dentro de él, le hacía hervir la sangre. 25 casas vacías, un rebaño de ovejas, una mula, 3 vacas, un perro y él, lejos de todo el mundo, a solas con todos aquellos que allí quedaron, en el viejo cementerio, allí, custodiando sus recuerdos...
El agónico caer de la hoja, dio paso a un espeso manto blanco. Cada año que pasaba el invierno era más crudo. Los sonidos de la ventisca se colaban en la casa, haciéndose un hueco en lo que quedaba de aquel viejo hogar. Allí sentado, Antonio atizaba las tozudas brasas, leña de un viejo roble y, sin desearlo, sus recuerdos se proyectaban en aquel juego fantasmagórico; un juego entre luces y sombras que la lumbre proyectaba. En más de una ocasión el silencio le jugo alguna que otra mala pasada, en sus sonidos sordos el creyó oír el más triste de los quejidos y llegó a creerse que los muertos venían en busca de su compañía, así una noche tras otra.
Con la primavera, el deshielo cambió el paisaje y, de nuevo, el pastor como venía haciendo desde que tenía uso de razón, se dispuso a llevar a sus ovejas en busca de los más altos pastos. Una madrugada cargada la mula y él con zurrón y cuévano, iniciaron el viaje. Unas horas le llevo llegar hasta la modesta cabaña de puerto y, al abrir la vieja puerta.., de nuevo, a solas con sus recuerdos.
Las vacas recién paridas, ese año le dieron la mejor leche. Antonio saco del zurrón una vieja hoja de diario, dentro contenía trozos de cardo: cardo, para poder extraer el cuajo de la leche y, preparar aquellos quesos que luego el amor de la lumbre se encargaría de ahumar, lentamente, obteniendo la corteza que junto a la sal les sirviera de conservante. Cansado, dejo caer todo su peso sobre el viejo jergón, mientras con la mano buscaba a tientas el cazo con agua, cuando, de repente sintió un fuerte dolor punzante en el dedo anular. Giró la cabeza y vio de refilón como se escabullía la maldita víbora. Sabía sus consecuencias; sabía de todo el proceso que a partir de ese momento le mortificaría, y, así -de repente- hasta dio gracias de estar en la antesala de la muerte. En pocos minutos el dolor se hizo insoportable, perdió el conocimiento para volver a recuperarlo, así una y otra vez; los escalofríos y las pesadillas se alternaban vio como sus extremidades se tornaban oscuras y la vista se le nublaba, quieto sin poder moverse, así permaneció durante horas, tal vez días, como pudo, arrastrándose como una bestia, se acercaba de vez en cuando al balde del agua bebiendo como podía, pues sentía fuego en la garganta, la inflamación le impedía tragar. Supo que así estuvo días, aunque perdió la noción del tiempo. Incluso pensó en esperar dormido el final; alguien cuando subiera a puerto, algún año le encontraría y sabrían todos de su muerte. Pero, no fue así, cuando, como pudo se levanto del viejo jergón, las moscas ya habían empezado a devorarle atraídas por el mal olor que entre vómitos y otras necesidades de su cuerpo le cubrían a él y, a su ahora sucia indumentaria. El perro había salido a buscarse el sustento, tardo dos días, Antonio en encontrarlo -a saber de lo que se habría alimentado-, dejo las ovejas que ellas solas se cuidasen y a lomos de la vieja mula volvió a Santa Margarita... De ésta Antonio, llegó a explicarla, aunque en sus ojos quedase, para siempre, el color rojo por la rotura de capilares. Era ese rojo el que había sustituido a aquel blanco inmaculado que yo ya nunca llegue a conocer.
Un abrazo.
Ishtar
Allí, cerca del Risco, fue donde Antonio les despidió, por última vez. Ya de vuelta hacía su casa, sintió una mezcla; entre tristeza, impotencia y a la vez añoranza. Algo muy dentro de él, le hacía hervir la sangre. 25 casas vacías, un rebaño de ovejas, una mula, 3 vacas, un perro y él, lejos de todo el mundo, a solas con todos aquellos que allí quedaron, en el viejo cementerio, allí, custodiando sus recuerdos...
El agónico caer de la hoja, dio paso a un espeso manto blanco. Cada año que pasaba el invierno era más crudo. Los sonidos de la ventisca se colaban en la casa, haciéndose un hueco en lo que quedaba de aquel viejo hogar. Allí sentado, Antonio atizaba las tozudas brasas, leña de un viejo roble y, sin desearlo, sus recuerdos se proyectaban en aquel juego fantasmagórico; un juego entre luces y sombras que la lumbre proyectaba. En más de una ocasión el silencio le jugo alguna que otra mala pasada, en sus sonidos sordos el creyó oír el más triste de los quejidos y llegó a creerse que los muertos venían en busca de su compañía, así una noche tras otra.
Con la primavera, el deshielo cambió el paisaje y, de nuevo, el pastor como venía haciendo desde que tenía uso de razón, se dispuso a llevar a sus ovejas en busca de los más altos pastos. Una madrugada cargada la mula y él con zurrón y cuévano, iniciaron el viaje. Unas horas le llevo llegar hasta la modesta cabaña de puerto y, al abrir la vieja puerta.., de nuevo, a solas con sus recuerdos.
Las vacas recién paridas, ese año le dieron la mejor leche. Antonio saco del zurrón una vieja hoja de diario, dentro contenía trozos de cardo: cardo, para poder extraer el cuajo de la leche y, preparar aquellos quesos que luego el amor de la lumbre se encargaría de ahumar, lentamente, obteniendo la corteza que junto a la sal les sirviera de conservante. Cansado, dejo caer todo su peso sobre el viejo jergón, mientras con la mano buscaba a tientas el cazo con agua, cuando, de repente sintió un fuerte dolor punzante en el dedo anular. Giró la cabeza y vio de refilón como se escabullía la maldita víbora. Sabía sus consecuencias; sabía de todo el proceso que a partir de ese momento le mortificaría, y, así -de repente- hasta dio gracias de estar en la antesala de la muerte. En pocos minutos el dolor se hizo insoportable, perdió el conocimiento para volver a recuperarlo, así una y otra vez; los escalofríos y las pesadillas se alternaban vio como sus extremidades se tornaban oscuras y la vista se le nublaba, quieto sin poder moverse, así permaneció durante horas, tal vez días, como pudo, arrastrándose como una bestia, se acercaba de vez en cuando al balde del agua bebiendo como podía, pues sentía fuego en la garganta, la inflamación le impedía tragar. Supo que así estuvo días, aunque perdió la noción del tiempo. Incluso pensó en esperar dormido el final; alguien cuando subiera a puerto, algún año le encontraría y sabrían todos de su muerte. Pero, no fue así, cuando, como pudo se levanto del viejo jergón, las moscas ya habían empezado a devorarle atraídas por el mal olor que entre vómitos y otras necesidades de su cuerpo le cubrían a él y, a su ahora sucia indumentaria. El perro había salido a buscarse el sustento, tardo dos días, Antonio en encontrarlo -a saber de lo que se habría alimentado-, dejo las ovejas que ellas solas se cuidasen y a lomos de la vieja mula volvió a Santa Margarita... De ésta Antonio, llegó a explicarla, aunque en sus ojos quedase, para siempre, el color rojo por la rotura de capilares. Era ese rojo el que había sustituido a aquel blanco inmaculado que yo ya nunca llegue a conocer.
Un abrazo.
Ishtar
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